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Opinión. Conflicto de despoderes
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Opinión. Conflicto de despoderes

Por Silvio Santamarina

No es la primera vez que Cristina Fernández protagoniza una escena muy argenta: el conflicto de poderes. En su largo historial de turbulencias, sobran los ejemplos, aunque podemos evocar apenas un par, como para entrar en tema.

Cómo olvidar la noche en que su vicepresidente de entonces, el radical Julio Cobos, se declaró en rebeldía contra la postura oficial en la batalla campal por “la 125”, con su famoso voto “no positivo” que puso al matrimonio Kirchner al borde de la estampida institucional.

También vibró la estantería republicana aquella otra noche en que el entonces presidente del Banco Central Martín Redrado se atrincheró en su despacho, en plena disputa judicial con Cristina por la disponibilidad de las reservas monetarias del organismo presuntamente autónomo.

Esta vez el choque de Cristina es con la Corte Suprema, por ver quién desata el nudo constitucional que plantea la composición del Consejo de la Magistratura, el órgano que debería funcionar como tablero de control del servicio de Justicia en la Argentina. Siempre lo mismo, pero cada vez, a medida que pasan los años de poderío K, levemente diferente.

Lo que no cambia en esta serie histórica de conflictividad entre poderes es la eterna ambigüedad conceptual del kirchnerismo respecto del estrés institucional que suponen estos tironeos. Por un lado, ante cada cimbronazo, Cristina y su entorno salen a denunciar un nuevo intento de golpe civil y mediático, supuestamente orquestado por los llamados “poderes fácticos”. Sin embargo, en las usinas de doctrina revolucionaria kirchnerista se fogonea desde siempre la inexorable necesidad populista de hackear el statu quo garantizado por la división de poderes, ese fastidioso legado iluminista del barón de Montesquieu, que le pone trabas a los líderes políticos para que no se engolosinen con liderazgos mesiánicos.

La propia Cristina se ha pronunciado a favor de revisar la rancia herencia de la Revolución Francesa, que le dejó a los jueces un lugar privilegiado de poder en el esquema republicano de gobierno, al margen de los vaivenes afectivos del voto popular.

Esa obsesión por preguntarse periódicamente y a viva voz quién manda realmente en la Argentina ha sido y sigue siendo el modus operandi de la familia Kirchner. Aquella fórmula de ejercicio semántico del poder, que les resultó muy exitosa durante casi dos décadas, tuvo su lógica razón de ser en un movimiento político que llegó en 2003 a la Casa Rosada con el viento en contra del malhumor social y la bancarrota del modelo económico ensayado hasta entonces en el país. Se hizo de la necesidad, virtud.

Aquella humilde táctica de jugar al contragolpe que caracterizó al nestorismo naciente, luego se consolidó con Cristina en la gran estrategia del campeón del relato en que se convirtió el kirchnerismo a medida que fue ganando elecciones, varias por afano (en el buen sentido futbolero). En ese clima triunfal, la pregunta recurrente sobre quién manda realmente en la Argentina se convirtió, en boca de Cristina, en una especie de amenaza muy persuasiva contra cualquier factor de presión que osara plantarse como contrapoder.

Pero los tiempos cambian, y desde la derrota del kirchnerismo a manos de Mauricio Macri en 2015, el peronismo tuvo que (y aprovechó para) replantearse el rol de Cristina como factor de poder, todavía necesario pero ya no suficiente. Y entonces el viejo truco del “conflicto de poderes” cambió de dinámica: digamos que se volvió centrípeto, una implosión del kirchnerismo, en una fuga hacia el conflicto interno que recuerda al peronismo de los 70. Como de costumbre, fue la Jefa quien lo entendió primero que nadie. Así nació la fórmula mágica de ganar elecciones “Fernández-Fernández”.

La audaz y sorpresiva designación de Alberto Fernández contenía en sí misma un conflicto de poderes anunciado en el seno del Poder Ejecutivo, como una bomba de tiempo bajo el sillón de Rivadavia. Aunque la genial jugada de Cristina logró manipular a todos en un turno electoral muy ajustado, en el mediano plazo, no engañó a nadie: el paso al costado de la expresidenta era también un síntoma inequívoco de su declive político. La cuestión era ganar tiempo hasta que se modificara la relación de fuerzas en el tablero nacional. El tiempismo exasperante del Presidente designado ha sido, más allá de sus limitaciones personales, la consecuencia de esa estrategia.

Alberto hizo las veces de un ARN mensajero que inoculó al nuevo gobierno de Cristina con el virus de los poderes fácticos que ella ama odiar: los medios hegemónicos, los grupos concentrados, la casta judicial y sus operadores. La inmunidad duró por un tiempo, pero no lo suficiente. Aunque su gente se aferra a las principales manijas del Estado, el cristinismo no consigue manejar “la máquina de ser feliz”, como diría el genial Charly García. Por eso sigue perdiendo poder. El problema es que ese poder que pierde el kirchnerismo no queda claro adónde va a parar, quién se lo queda. La falla crítica de la Argentina de hoy parece ser la imposibilidad de acumulación de poder, al menos en la dosis mínima necesaria como para barajar y dar de nuevo.

No es que falten ricos y poderosos en el país: lo que no abundan son instituciones -públicas o privadas- que estén por encima de las acumulaciones personales, individuales, de influencia y patrimonio. No hay investidura, hay personalismos de ocasión. Este proceso de despoder institucional es el marco decadente de los conflictos de poderes que agrietan hoy a la Argentina. Por eso la pregunta ya no es más quién manda en el país: la cuestión es quién obedece.

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