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La maldición del Banco Central
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La maldición del Banco Central

Por Silvio Santamarina

Una de las primeras consignas con las que Javier Milei pasó de ser un mero showman televisivo a posible candidato presidencial fue su propuesta de hacer volar en pedazos el Banco Central de la República Argentina. Más allá de la eficiencia electoral de sus exabruptos, la voladura (real o simbólica) del BCRA puso el dedo en la llaga sobre la profunda transformación que requiere la política monetaria nacional, incluso si llega a ser Presidente el actual ministro de Economía, Sergio Massa.

En cualquier caso, no sólo en la Argentina se puso de moda cuestionar el rol de los bancos centrales: la huella pandémica y sus efectos inflacionarios, sumado al auge de las criptomonedas y las finanzas descentralizadas, le echan fuego al debate, tanto en Washington como en Wall Street, acá y en la China. Por eso viene bien repasar la historia de esta institución que nació polémica.

Para ir juntando evidencia sobre lo delicado del tema, alcanza con saber que el primer banquero central de la historia universal terminó condenado a muerte. Se llamaba Johan Palmstruch, aunque ese tampoco era su nombre de nacimiento, sino uno de sus avatares de identidad necesarios para ir zafando de los riesgos de una carrera floja de papeles.

Nacido en Riga, “la perla del Báltico”, en 1611, bajo el nombre de Hans Witmacker, el futuro pionero de las bancas centralizadas dejó la tutela familiar de comerciantes prósperos para lanzarse a la aventura. El movedizo veinteañero se instaló en Ámsterdam como un promisorio miembro de la burguesía en ascenso, pero su audacia y ambición desbordada lo llevaron muy pronto a la cárcel por no pagar sus deudas.

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Durante sus años en prisión, más que arrepentirse, se dedicó a revisar sus errores y pulir sus habilidades negociadoras. Gracias a sus contactos, logró que lo trasladaran a La Haya, a un centro más amigable de detención para deudores sin remedio. Finalmente pudo llegar a un acuerdo con sus acreedores para quedar libre y seguir con sus aventuras comerciales.

Un golpe de suerte le dio la oportunidad de su vida. Su familia logró un título nobiliario por sus servicios mercantiles, y Hans lo aprovechó para iniciar su nueva vida, cerca de la cima del poder. Tomó el apellido Palmstruch del escudo nobiliario familiar, y se renombró como Johan. Con su flamante identidad, tomó contacto con la corona sueca para proponerle negocios varios, hasta que sus ideas de innovadoras en el rubro bancario lo convirtieron en asesor financiero oficial del reino.

En plena guerra con Polonia, el rey Karl X Gustav le otorgó a “nuestro amado, noble y bien nacido” Johan Palmstruch el permiso para crear y operar un banco de crédito y otro de cambios. Así nació, en 1656, el “Stockholms Banco”, la primera entidad de su tipo en Suecia.

En los considerandos de la autorización, el monarca subrayó la misión de cuidar el valor de la moneda local en la competencia con monedas rivales foráneas, y la prevención contra la usura. De estas directivas a una compañía formalmente privada pero en la práctica con mandato público se desprende la voluntad proto-regulatoria que sembrará la primera semilla para la proliferación de bancas nacionales que, al cabo de siglos, derivarán en los bancos centrales que hoy regulan buena parte de la economía mundial. Aunque nunca fue un río tranquilo.

El principal desafío de la banca de Palmstruch era ordenar un poco el complejo sistema monetario que regía hasta entonces. Tal como se hacía en aquellos tiempos, el valor del circulante estaba garantizado por el valor intrínseco del metal con que se acuñaban las monedas. Aunque habitualmente eran de plata, no siempre el flujo de ese metal precioso alcanzaba para cubrir las necesidades del intercambio comercial. Para atender el “cambio chico”, la monarquía sueca incorporó el cobre a su sistema, que se volvió bimonetario.

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Pero la equivalencia entre monedas acuñadas con metales de muy diferente valor complicó las cosas. Tanto que, cuando en el reino había poca plata disponible, se recurría al cobre, sobre el cual el Estado ejercía además el monopolio de su producción. Pero como el cobre valía menos que la plata, para grandes transacciones se precisaban inmensas cantidades de cobre. Así surgieron las placas de cobre, una especie de “moneda” rectangular de más de medio metro de largo. Un formato muy poco práctico para la vida cotidiana, ni hablar para el comercio internacional. Solo era beneficioso como medida de seguridad contra robo: los ladrones solían fracasar al trasladar caudales tan pesados y voluminosos.

A este problema se sumaba la natural fluctuación de la producción (y por lo tanto del precio) del cobre, lo cual cambiaba el valor de cada pieza acuñada, más allá del precio que tuviera impreso.

Para solucionar todos estos inconvenientes, a Palmstruch se le ocurrió entregar certificados de depósito de papel por los valores depositados en metales valiosos. El nuevo mecanismo era tan práctico que los comerciantes le pagaban al banco por sus depósitos, como si fuera una empresa de cajas de seguridad. Aunque esos certificados no eran al portador, y por lo tanto no se podían negociar, los directivos del banco vieron una oportunidad de multiplicar el negocio: prestar las crecientes existencias metálicas en sus bóvedas a terceros, a cambio de un interés.

La bola de nieve creció virtuosamente. Como cada vez más personas solicitaban préstamos, el banco necesitaba cada vez más depósitos para atender esa demanda de metálico para créditos: para estimular los depósitos, el banco comenzó a pagar una tasa a los ahorristas. En apariencia, el negocio era perfecto.

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Aquí aparece la cuestión de la gobernanza bancaria. En teoría, el Stockholms Banco era una entidad privada con autorización del rey. Pero en realidad, la Corona se asignaba la mitad de las ganancias para sus arcas, además de reservarse el derecho de nombrar a sus autoridades. De hecho, el monarca nombró director con salario a Palmstruch, que además era el principal accionista del banco. Y a la inversa, la corona propició que el auditor asignado oficialmente para controlar la transparencia de las operaciones pudiera ser, al mismo tiempo, uno de los socios accionistas. A esas contradicciones se le sumaban otras, como la maniobra del pícaro Johan de darle cargos directivos y hasta participación accionaria a notables de la ciudad, que a cambio le dieron influencia social y política a Palmstruch, aunque no invirtieron ni un “daler” (así se llamaba la moneda nórdica) en el fondeo de la institución bancaria naciente.

Tanta desprolijidad dio lugar al abuso y los “acomodos” a la hora de otorgar préstamos. Eso sin contar las urgencias presupuestarias del Estado monárquico. Toda esa presión descontrolada envenenó los balances del banco y dio a luz crisis devaluatorias e inflacionarias. Para tapar los alarmantes agujeros, Johan Palmstruch ideó el gran invento de la economía moderna: el billete de papel. Fue el primero creado en Occidente, luego del antecedente chino.

Aunque en teoría estaban respaldados por existencias en divisa metálica, los billetes de Palmstruch se basaban solo en la confianza del público en sus instituciones. Pero cuando la verdadera contabilidad en rojo rabioso del banco se hizo evidente, sucedió otro clásico del capitalismo financiero: la corrida cambiaria y bancaria.

Todo terminó mal, con el cierre del banco, el retiro y destrucción de los billetes sin respaldo hasta nuevo aviso en la historia europea, y la condena a muerte a su director. Gracias a que demasiados ricos y famosos del reino estaban involucrados, Palmstruch logró que lo perdonaran, pero fue inhabilitado, y murió muy poco después.

Su herencia maldita sigue rondando, como un fantasma, los debates actuales sobre el rol y la naturaleza híbrida de los bancos centrales.

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