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Oscar Wilde: su talento, genialidad y valentía le arrebataron la vida
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Oscar Wilde: su talento, genialidad y valentía le arrebataron la vida

Oscar Wilde

Oscar Wilde nació en 1854, en el seno de una familia aristocrática de Irlanda, único país del mundo que usó la literatura para impulsar la revolución política. El exacerbado feminismo de su madre dejó huellas en su cerebro. Amante de la literatura clásica, el latín, el griego y los viejos mitos. Vivió en el período de la reina Victoria (1837-1902), y recibió educación en los colegios más importantes de Dublín y Oxford. Florence Balcome lo sedujo a temprana edad, pero el histrionismo del escritor desinfló la relación en tiempo récord. Más tarde, Florence se casaría con Bram Stoker, autor de Drácula.
La singularidad de su personalidad y estilo, en las antípodas del costumbrismo victoriano. Extravagante vestimenta y osada orientación política. Con sus actitudes, desafió la doctrina aristocrática: cenaba con «panteras», muchachos de los barrios bajos. Le dio a sus postulados fuerza dogmática; los mantuvo a lo largo de los años, y el mote de figura pública no tardó en abrazarlo.
Wilde se trasformó en uno de los máximos exponentes del esteticismo: «Amar al arte por sí, y entonces todo lo demás se dará por añadidura». De manera contraria al realismo francés, el arte invadía la totalidad de los ámbitos. El arte no debía explicar realidades, sino embellecerlas. Los detractores surgieron en masa y le lanzaron feroces críticas.
Hasta su carrera literaria fue atípica. Solo publicó una novela: El retrato de Dorian Gray; no obstante, redactó relatos, poemas y cuentos de gran éxito. Del rastro de su prosa sublime, se extrajeron frases que las décadas se encargaron de convertirlas en citas célebres. Algunas de ellas: «Cada acierto nos trae un enemigo. Para ser popular hay que ser mediocre». «Cada instante que pasa nos arrebata un pedazo de rostro». «Cada uno de nosotros tenemos en nosotros mismos un cielo y un infierno». «¿Cómo podrías ser feliz estando con alguien que insiste en tratarte como a un ser humano normal?». «¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo». «Con una naturaleza confortable, la humanidad no hubiera inventado nunca la arquitectura». «Den una máscara al hombre y les dirá la verdad». «El cinismo consiste en ver las cosas como realmente son, y no como se quiere que sean».
La intertextualidad resulta lo más relevante de El retrato de Dorian Gray. Narcisismo tácito. Únicamente se ama a sí mismo. La personificación eterna de la belleza, refuerzo del concepto esteticista y clásico. Además, alude la importancia de vivir en el presente. Para siempre. El aspecto físico de Dorian permanece inalterable durante muchos años, la inmutable belleza, propia del arte.
La novela exhibe ciertos elementos fantásticos que inducen a dudar de lo visto. Las escenas están inundadas de espejos, cristales, retratos, ojos. Wilde usa el retrato de Dorian para crear una ambivalencia entre la belleza exterior y la fealdad moral. Multiplicidad del yo. Lo visible y lo invisible. Nadie ve en Dorian lo que detesta ver de sí mismo. El cuadro, oculto por el lienzo y ubicado un espacio irreal.
Oscar Wilde convivió con el éxito, los aplausos, el dinero y los beneficios de pertenecer a la aristocracia. Y cuando la gloria no era suficiente, llamaron a su puerta los excesos. Rechoncho y borracho, afirmó: «Mis deseos son órdenes para mí». La tozudez, los caprichos y la férrea homosexualidad, trocha sórdida y oscura a la destrucción.

Sodomía: el talón de Aquiles.

Sodomía: relación sexual entre hombres. En la época victoriana, la homosexualidad era el boleto al desprecio social y al ostracismo. Oscar Wilde fue uno de los primeros intelectuales en confesar sin tapujos sus “inclinaciones sodomitas”, y así generar escándalos de colosales proporciones en Gran Bretaña.
Mamó los paradigmas aristocráticos de sus progenitores, y demostró pericia para ignorarlos, actitud difícil que requería el acopio de valentía. Se casó con una francesa de su mismo nivel social y engendró dos hijos. Casi en simultáneo, frecuentó los bajo fondos de Londres, observó las actividades y delineó la estrategia a seguir: gastar apoteósicas sumas de dinero a fin de impresionar a quienes deseaba conquistar: los muchachitos jóvenes. La noche no tuvo exclusividad para la caza de varones, continuaba a la luz del día, aunque con mayor discreción y selectividad. Enseguida enfocó el derroche; les exigió sexo a los púberes a cambio de los costosos regalos. La promiscuidad agravó el “delito victoriano”; no conforme con haber obedecido a sus instintos primigenios, infló el pago para acostarse con más de un joven.
La homosexualidad agitada y empedernida comenzó a navegar por aguas estables. A mediados de 1891, conoció a un estudiante de Oxford llamado Alfred Douglas y apodado Bosie. Desde ese momento, perdió interés por la pluralidad y entendió que necesitaba una relación fija. Se enamoró de Bosie y bosquejó con extremo cuidado el sitio de los encuentros. ¿Qué explicaciones le daría a su mujer si lo descubriera besándose con un hombre? La pregunta le caramboleó en el cráneo, una y otra vez. El panorama, poco alentador. Por lo tanto, oyó el susurro de su sentido común, resultaba menos sospechoso lo que no se ocultaba. Lo llevó a casa y le dijo a su esposa: “Te presento a Bosie, un gran amigo”.
Al igual que Oscar Wilde, Alfred Douglas provenía de la aristocracia, aspecto que podría haber atenuado el alboroto; sin embargo, lo profundizó. El marqués de Queensberry, padre de Bosie, acérrimo ateo, intolerante del disenso y promotor de peleas (creador de las reglas modernas del boxeo). De inmediato, olfateó el anómalo comportamiento de su hijo y consiguió hilvanar una única conjetura, la correcta. Reprochó a Bosie, quien negó tener un vínculo homosexual con el afamado escritor. El marqués no le creyó, y entendió que debía ponerse en acción. Hizo seguir a la pareja, recibió información de los restaurantes que frecuentaba, dio rienda suelta a su furia y partió hacia aquellos lugares. No obstante, fue en la calle donde interceptó a Wilde:
—Yo no digo que sean, pero parecen, se comportan como tales, y es igual de malo. Si te veo de nuevo con mi hijo en cualquier restaurante público, te daré una paliza.
La advertencia no era compatible con el carácter transgresor y desafiante del hombre de las letras. Habló y desató el conflicto:
—No sé cuáles son las reglas de Queensberry, pero mi regla es disparar sin aviso.
La contienda inicial progresó sin sobresaltos, el padre de Bosie y sus secuaces, cada vez más obsesionados, se convirtieron en sombras furtivas de los enamorados, que hacían caso omiso a la totalidad de las advertencias. El marqués optó por profundizar la exhortación. En el Albemarle Club, antro de Londres visitado por Wilde, plantó una nota: “Para Oscar Wilde, que alardea de sodomita”.

Oscar: el reo C.3.3.

El escritor no pudo continuar con la actitud indiferente e ignorar la frase. Si lo hubiera hecho, su destino habría sido otro.
Cegado por el hartazgo y la ira, arregló una entrevista con el abogado Charles Humphreys. Tras escuchar la explicación del problema, el magistrado sacó a relucir la condición para aceptar el trabajo: la acusación del marqués de Queensberry debería ser falsa. La mentira de Oscar selló el trato, y la querella se puso en marcha.
A partir de ese instante, los acontecimientos acercaron a Oscar Wilde al precipicio. El jurado declaró inocente al marqués de Queensberry, y acusó al escritor de pervertir a la juventud. La capital de Inglaterra pasó a ser un hervidero de enemigos iracundos. El 26 de abril de 1895, se inició el primer proceso judicial contra Wilde y Alfred Taylor (proxeneta que le vendía jovencitos). Los turbios eventos que rodearon el juicio sobrevivieron el paso del tiempo. El marqués compró testigos, llovieron las malas interpretaciones de las obras redactadas, el ámbito periodístico ensució el buen nombre del astro literario, cuyas reacciones inclinaron más la balanza de la justicia. Ofendido, caprichoso y con marcada testarudez para defender a su amante.
Los rumores posteriores aseguraron que el joven salía con Wilde para enloquecer a su padre, el torvo marqués.
El 20 de mayo de 1895, empezó el segundo juicio contra Oscar Wilde, y acabó labrando su suerte: trabajos forzados en la cárcel de Reading, sitio en el que lo llamaron el reo C.3.3. Su salud se alteró cuando cumplía 41 años. Ex amantes y muchos amigos intelectuales no le brindaron apoyo anímico; huyeron a París. Idéntica postura tomó su esposa, se cambió de nombre, lo obligó a renunciar a sus derechos de padre, y viajó a Holanda con los niños.
Detrás de los garrotes de hierro redactó De profundis, carta dolorosa dirigida al traicionero y mezquino Alfred Douglas. La epístola circuló por diversas manos y acabó en las del joven amante, aunque lo negara de manera férrea. La publicación completa de De profundis, se produjo en 1962, en Las cartas de Oscar Wilde.
Wilde recuperó la libertad, se trasladó a París enmascarado con el seudónimo de Sebastian Melmoth. Alejado de la fama, la aristocracia y la fortuna, falleció tres años luego, enfrascado en una atroz soledad.
Así terminó la vida de uno de los escritores más importantes de la historia de la literatura.

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