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Shakespeare y los Autócratas
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Shakespeare y los Autócratas

Shakespeare nunca usó la palabra “autócrata”, pero vivió en la época de sus predecesores, los monarcas absolutos. Sus obras, escritas bajo estricta censura, debieron sortear con estrategias nunca exentas de riesgo, el control exhaustivo de la corona. Su cabeza, al menos una vez, estuvo muy cerca de separarse de su cuello en una de tantas espectaculares ejecuciones de las que no se salvó ni una reina de Inglaterra. Sus exploraciones de la voraz inclinación humana por el poder total, las oscuridades del alma que la motivan, y la psicopatía que la desarrolla son de electrizante vigencia. Siglos antes de que los estados modernos se aseguraran de poner frenos al poder sin límite, sus personajes de Ricardo III, los Macbeth o Julio César, entre otros dejarían, como una advertencia para la posteridad, las huellas de esas desmesuras que pueden engendrar un tirano.
En cualquiera de ellos se reflejan como en un espejo anterior, el carácter inescrupuloso, desalmado, vengativo y delirante que puede encontrarse en la vasta escala de déspotas del presente. Desde Vladimir Putin a Xi Jinping llegando a versiones más ridículas, pero no menos sanguinarias, como Nicolás Maduro. Pero también en una escala menor -porque tuvieron frenos al poder absoluto, no por falta de vocación para obtenerlo-, a un rango de figuras que va desde Donald Trump a Cristina Kirchner.
En 2017, una puesta de Julio Cesar, de la serie Shakespeare in the Park, del New York Public Theatre, caracterizó al proverbial tirano romano, con pelo rubio, traje y una larga corbata roja que lo hacían muy parecido al entonces presidente Trump. Una esposa con acento eslavo, como Melania, la entonces primera dama, agregó lo que faltaba “para que no quedaran dudas”, como apuntaba irónicamente una crónica de la CBS. La controversia se producía obviamente por la clásica escena del asesinato en manos de Brutus, que en este caso podía tener las resonancias de un magnicidio en el presente. Trump le daría tanta importancia a la obra que en su cuenta de Twitter la consideraría una de las causas de un tiroteo sufrido por líderes republicanos apuntando a “las elites de Nueva York” que “glorifican el asesinato de un presidente”. Paradójicamente, Mr. President no había dudado en identificarse con Julio César, y las actuales investigaciones sobre el violento asalto al Congreso orquestado por sus seguidores o los presuntos intentos de cambiar el resultado de las elecciones para persistir en el poder, lo acercan curiosamente a ese momento en que Shakespeare describe el anhelo del César, en boca de los romanos republicanos al saber que se ha probado una corona ante la multitud. “¿Le ofrecieron la corona tres veces?”, pregunta Brutus, alarmado. “Sí, y él se la puso tres veces, una con más deleite que la otra”, responde Casca.
Shakespeare habla del pasado para hablarle al presente. Lo hace ahora y lo hacía antes. Una identificación similar a la que causó el enojo de Trump, casi le cuesta la vida en su tiempo. “Ricardo II soy yo”, bramó Elizabeth I al saber de la puesta en escena del derrocamiento de un rey que, aunque hubiera ocurrido casi dos siglos antes, mostraba en el escenario un peligroso alzamiento contra la corona. La compañía de William Shakespeare, y él mismo estuvieron investigados por la conspiración y fueron salvados por testigos casi a último momento. Al prominente Conde de Essex, mecenas intencionado de la puesta, y rival de su majestad, le valió directamente la decapitación por traición. ¿Y todo por una obra de teatro?
Cristina Fernández de Kirchner fue la segunda presidenta más votada de la historia argentina luego de Juan Domingo Perón. Sus dos períodos no le parecieron suficientes y sus intentos de lograr la reelección indefinida la suman al círculo de los que padecen esa glotonería del poder para siempre. La invocación de una “Cristina Eterna”, según acuñó la entonces diputada kirchnerista Diana Conti, se vio truncada por las instituciones y los votos, pero no se alteró en la voluntad de una líder que se piensa por encima incluso de las leyes. El alegato de la actual vicepresidenta, advirtiendo a los gritos a los jueces de uno de los tribunales que la investiga por corrupción que “a mí la historia ya me absolvió”, tiene ecos dramáticos de indudable estirpe shakesperiana (además de parafrasear a Fidel Castro).
“No tengas miedo, César…”, le dice Antonio. “Yo más bien podría decirte qué es ser temido, que a qué le temo, porque yo siempre soy César”, responde el César, en la versión de Shakespeare, percibiéndose como un ser superior. “Solamente hay que tenerle temor a Dios y un poquito a mí”, llegó a afirmar Cristina Kirchner, comparando su poder con el escalafón más divino. Cristina Kirchner no concibe que el poder no sea de ella y tampoco concibe que tenga límites. No repara en deslegitimar al presidente que ayudó a entronizar ni ahorra elogios a regímenes como el chino y el ruso, mimetizándose con su prédica antioccidental y totalitaria. “Debo ser la reencarnación de un gran arquitecto egipcio”, sorprendió alguna vez, desmedida. Pero, aunque sea insaciable como Cleopatra y empecinada como la que hundió un imperio a costa de ejecutar sus antojos, es menos el hedonismo de la reina del Nilo y más el carácter vengativo de la diosa Venus de Shakespeare el que la define. El que contraría sus deseos deberá enfrentar peligros bestiales. A Adonis, que rechaza a Venus todopoderosa, un jabalí le clava el colmillo y lo mata.
La vicepresidenta es capaz de ser fulminante como se propone Lady Macbeth cuando pacta con los espíritus: “Vengan a mí y llénenme de la más temible crueldad, coagulen mi sangre y detengan el paso y acceso a la piedad”. Cada vez que reta a Alberto Fernández pidiéndole que use la lapicera, pueden resonar las palabras de la reina escocesa: “Cuando te atrevías a hacerlo eras un hombre. Entonces, ni el tiempo ni el lugar convenían, pero tú querías concertarlos. Y ahora que se presentan solos, tiempo y lugar, la ocasión te acobarda”.
En su libro, “Tirano, Shakespeare y el poder”, Stephen Greenblatt dice que “el populismo luce como un abrazo que se da a los desposeídos pero que es en realidad cínica explotación” y que Shakespeare en su época pudo exponer el uso que hacía el poder del resentimiento para agitar a los más pobres.
Pero es en los abismos de lo humano, donde el bardo de Avon descubre en su intimidad a esos hombres capaces de ser vampiros de los suyos, caníbales de sus hermanos, depredadores. Uno puede imaginar perfectamente a Vladimir Putin, imposibilitado de cantar victoria y ante la módica resistencia de la arrasada Ucrania, diciéndole con desquiciada omnipotencia a Zelensky, lo mismo que Macbeth a Macduff a cuya familia ha asesinado por completo: “Mi alma está demasiado llena de la sangre de los tuyos”. Serían perfectamente creíbles sus delirios paranoicos a la medida de Ricardo III cuando espera la batalla para la que tiene siete veces más fuerzas, pero en la que no lo abandonan los fantasmas y en la que quiere arrancarse la conciencia. El Ricardo III de Shakespeare no parece humano, como Putin. Mas que hombre, es una máquina, como Putin. Una máquina de ardides sin límite “resuelto a probarse como villano” aunque deba enviar sicarios a matar niños, como Putin con los civiles inocentes de Ucrania masacrados en teatros, escuelas y hospitales. Quizás un día de estos hasta lo veamos pedir, en el nombre Lenin, “¡Mi Reino por un Kalashnikov!”, en vez de “¡Mi Reino por un caballo!”
Que los tiranos no son afines a “la leche de la bondad humana”, no es novedad. Pero la ruptura de los valores que allanan su camino lleva a preguntas más complicadas y que nos involucran. Preguntas que intrigaron de la misma forma a William Shakespeare como plantea Greenblatt: “¿Cómo es posible que todo un pueblo caiga en manos de un tirano?” o “¿Por qué enorme cantidad de gente, a sabiendas, acepta que le mientan?” Es inquietante, pero también durante una puesta de cualquiera de las obras mencionadas, por momentos, el público sucumbe a los encantos de estos personajes mesiánicos, seductores y maestros de la manipulación. Hasta que muestran su verdadera cara o, hasta que somos capaces de verla, a costa de dejar de una vez, de ser ilusos. “Muéstrate como la flor inocente, pero sé la serpiente que se esconde tras ella”, instiga Lady Macbeth a su esposo. Nosotros señores del público, o ciudadanos de nuestro tiempo, vemos el drama desenvolverse desde la falsa omnipotencia, hasta la caída. La flor y la serpiente se vuelven borrosas. ¿Qué dicen nuestros ojos de lo que no vemos?
Suele afirmarse que un tirano es el peor de los esclavos. Cautivos de su resentimiento o de su odio, necesitan controlarlo todo. Dominar es agotador. Imperan el miedo, la dependencia, y se cancela por decreto la esperanza, hasta que un día, la humanidad que negaron y se negaron, los abofetea con finitud. Porque en el teatro como en la vida, todos somos meros mortales, reyes y bufones por igual. Aunque en el mientras tanto, los daños puedan ser incalculables. Será por eso que al final de Macbeth, el justiciero Macduff, proclama que “el tiempo es libre”. Curioso destino el de quienes se creen capaces de usurpar el tiempo. En 2012, arqueólogos hallaron los restos del Rey Ricardo III en un estacionamiento de Leicester 530 años después de su muerte. Ya nadie le temía.

Publicada originalmente en la edición impresa de Newsweek Argentina

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