En 1985, un hallazgo en la Antártida encendió las alarmas del planeta: científicos del British Antarctic Survey detectaron un agujero en la capa de ozono. Hoy, a 40 años de aquel descubrimiento, los avances son innegables, pero también lo son los límites de esa victoria.
La capa de ozono, ese escudo invisible que nos protege de los rayos ultravioletas, estuvo al borde del colapso por el uso masivo de clorofluorocarbonos (CFCs) en refrigerantes, aerosoles y otros productos cotidianos. Una vez liberados, esos compuestos subían a la estratósfera y comenzaban a destruir moléculas de ozono a un ritmo implacable.
La comunidad científica no tardó en actuar, y los gobiernos, por una vez, también reaccionaron con rapidez. En 1987 se firmó el Protocolo de Montreal, un acuerdo internacional que limitó la producción de CFCs y marcó un antes y un después en la diplomacia ambiental.
Pero si bien la historia del agujero de ozono es contada como un éxito de cooperación global, el panorama actual es más gris que azul. La recuperación es lenta, demasiado lenta. Cada primavera austral, el agujero vuelve a abrirse sobre la Antártida, recordando que los CFCs aún flotan en la atmósfera y que sus efectos perdurarán hasta bien entrado el siglo XXI. Según el British Antarctic Survey, la capa no se restablecerá completamente hasta después de 2070. La lección es clara: incluso cuando se actúa, los daños ambientales tardan décadas en revertirse.
Lo que sí quedó demostrado es que la acción colectiva y la ciencia pueden generar cambios reales. El Protocolo de Montreal salvó millones de vidas al evitar que la radiación UV provocara más cáncer de piel, daños en los ojos y alteraciones en los ecosistemas. Es uno de los pocos tratados ambientales firmados por todos los países del mundo y que cumplió su objetivo. En tiempos donde la mayoría de los acuerdos climáticos naufragan entre promesas vacías y egoísmos nacionales, esta experiencia brilla como una rara excepción.
Pero esa misma comparación pone en evidencia un problema más profundo. Como reconoció uno de los descubridores del agujero, Jon Shanklin, el modelo económico actual está “diseñado para explotar sin límites”, lo que impide avances sostenidos en otras crisis ambientales como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o la contaminación del agua. El ozono fue una alarma temprana. Nos movilizó. Pero no aprendimos lo suficiente.
A cuatro décadas de aquel descubrimiento clave, el agujero en la capa de ozono sigue allí, cicatrizando lentamente. El planeta no tuvo otra opción más que responder. El reto hoy es actuar antes de que las próximas grietas —en el clima, los océanos o los bosques— se conviertan en abismos. Porque ya no habrá otra capa que nos salve.