¿Cómo saber si la realidad que estamos consumiendo, si muchas de nuestras ideas y nuestros deseos no fueron creados por la inteligencia artificial, con la influencia de otro humano? Los limites se vuelven cada vez más difusos, como quedó en evidencia con el éxito del libro (e inquietante experimento social) llamado “Hipnocracia”.
Por Lalo Zanoni
“Hipnocracia. Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad” apareció a fines de 2024 como un libro incómodo, provocador, aparentemente escrito por un filósofo chino llamado Jianwei Xun. Plantea una idea tan poderosa como perturbadora: que el poder en la era de la inteligencia artificial ya no actúa reprimiendo, sino moldeando la percepción. No hay censura, hay modulación. No hay control, hay sugestión algorítmica. Esa es la lógica de la hipnocracia, una forma de gobierno que no gobierna, pero induce: un trance funcional permanente que reconfigura la conciencia colectiva.
El texto fue un éxito editorial en Europa, citado por académicos, discutido en congresos, apropiado por analistas culturales y políticos para explicar fenómenos como las fake news, las deepfakes o las estrategias de comunicación de Trump, Meloni o Javier Milei. El concepto se volvió útil, resonante. Tenía esa potencia que poseen los buenos marcos teóricos.
Pero Xun no existe. No nació en Hong Kong, no estudió en Dublín, no trabaja en Berlín. Su perfil fue construido con IA. Su libro también. Fue redactado con el apoyo de dos modelos de lenguaje: Claude (de Antrophic) y ChatGPT (de OpenAI). El verdadero autor intelectual del experimento se llama Andrea Colamedici, un editor y ensayista italiano que decidió crear un filósofo ficticio como parte de una “performance” destinada a revelar la influencia de la IA y su capacidad de insertar un discurso asumible y coherente. Y a demostrar en los hechos lo que la teoría sostenía: que en tiempos de realidad moldeable, lo que se impone no es la verdad, sino la verosimilitud.
El italiano engañó a todos. Pero lo más inquietante no es el engaño, sino lo que revela: que buena parte del pensamiento contemporáneo se valida más por su forma que por su origen. Que un nombre exótico, un discurso bien estructurado y un sitio web pulcro bastan para que un texto adquiera estatus de producción filosófica. Que la autoría, en un mundo gobernado por algoritmos, ya no es una cuestión de identidad sino de diseño narrativo.
Colamedici lo expresó sin culpa: Xun no es solo un producto de IA. Es una criatura híbrida, surgida de la interacción entre humanos y máquinas. Su afirmación abre una línea de reflexión: ¿cuántos relatos mixtos estamos consumiendo sin saberlo? ¿Cuántos discursos públicos y políticos, son resultado de esa autoría difusa, repartida entre humanos que tienen una agenda y máquinas que tienen una lógica?
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El caso de “Hipnocracia” no debería cerrarse con un escándalo editorial. Es mucho más que esa anécdota. Es una advertencia. Se inscribe en un momento histórico en el que las sociedades discuten los límites entre verdad, percepción y poder. Si la manipulación se presenta como un experimento cultural, ¿es menos peligrosa? ¿Vale todo en pos de un experimento?
Pero también es legítimo preguntarse si importa quién escribió el texto. Como dijo el director de L’Espresso, Emilio Carelli, si una obra genera debate real, si produce pensamiento, ¿por qué desestimarla por su origen artificial? Es una pregunta provocadora. Pero incompleta. Porque lo que está en juego no es la validez del contenido, sino la honestidad del dispositivo. El conocimiento -como el periodismo- se basa en la confianza, no en la sorpresa. Debatamos todo lo que quieran, pero sin trucos efectistas y con todas las cartas sobre la mesa.
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