El papa Francisco será recordado por su legado cristiano, su cercanía con los fieles y su mirada transformadora dentro de la Iglesia. Pero antes de consagrarse a Dios, Jorge Mario Bergoglio también conoció el amor humano.
En su juventud, mantuvo una relación sentimental con Amalia Damonte, una vecina de su barrio natal de Flores, en Buenos Aires, a quien incluso le propuso formar una familia.
Según relató la propia Amalia, el joven Bergoglio le escribió una carta donde le hablaba de sus sueños compartidos: comprar una casa y hasta casarse por Iglesia. Sin embargo, ese proyecto nunca se concretó. Fue la madre de ella quien se opuso rotundamente al noviazgo, truncando una historia que pudo haber tomado otro rumbo.
Ante ese rechazo, él le dijo una frase que resultaría premonitoria: “Si no me caso con vos, me hago cura”. Y así fue.
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El joven Bergoglio cumplió su palabra. En lugar de seguir aquel amor adolescente, se volcó al seminario, comenzó su camino espiritual y terminó convertido en el primer Papa latinoamericano y jesuita de la historia. Lo que alguna vez fue una elección forzada por las circunstancias, se transformó en una vocación firme, que marcó su vida para siempre.
El sacerdote Florentino Pérez, quien lo conoció personalmente, definió al Papa como “alguien muy cercano, con un gran sentido del humor”. Aseguró que ese rasgo no solo lo hacía simpático, sino que también era “síntoma de madurez humana y salud espiritual”. Incluso durante sus últimos años, marcados por problemas de salud, Francisco no perdió jamás esa sonrisa que lo caracterizaba frente a cámaras y multitudes.
Hasta el final, el Papa Francisco se mostró humano y autocrítico. Reconoció sus errores y aseguró que al próximo pontífice le recomendaría no repetir sus fallos. Entre sombras y luces, deja una huella imborrable en la historia de la Iglesia. Pero también, como pocos, deja una historia de amor que no llegó al altar, pero lo empujó al cielo.
