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“Un condenado balcón” para Cristina
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“Un condenado balcón” para Cristina

Por Carlos Souto (*)

En 1996, en Ecuador, ocurrió una escena que no olvidé jamás. Abdalá Bucaram, un personaje inclasificable, iba a ganar las elecciones presidenciales en su país con más del 54% de los votos en segunda vuelta, nada menos que contra Jaime Nebot, que ante tamaña derrota y contando con una anterior, nunca más fue candidato a presidente.

El Gobierno de Bucaram duraría cinco meses y 27 días hasta ser destituido por “incapacidad mental” (Art. 100 de la constitución ecuatoriana) además de las huelgas y protestas populares que incendiaron el país, sumado un grado de nepotismo y corrupción nunca visto.

Médico de formación, autoproclamado “el loco que ama”, Bucaram había llegado al poder no por su preparación, sino por su vínculo con las capas populares y su capacidad de hacer espectáculo. Pero fuerte.

En uno de los primeros contactos con consultores que le organizaron previo a su campaña, se le presentó lo habitual: posicionamiento estratégico, diseño de mensajes, recorrido de campaña y algunos conceptos básicos para ordenar su comunicación. Bucaram escuchó con atención, casi sin pestañear. Terminada la presentación, se levantó de su silla, miró a todos y dijo en voz bien alta: “Yo no sé para qué sirve toda esta cosa. Me parece muy complicada. Ni siquiera la entiendo. Entendí lo de la foto. Pero les quiero aclarar algo: yo tengo conexión directa con el pueblo. Y lo único que necesito para ser presidente es un balcón, carajo, un puto balcón”.

En esa frase despectiva y brutal estaba contenida una intuición política más certera que la de muchos asesores sofisticados: el poder no siempre se construye desde la razón. A veces se proyecta desde la altura. Desde una tarima. Desde un símbolo.

Un puto balcón, sí. Lo decía sin ironía: le bastaba una baranda, una plaza y un par de parlantes para establecer una relación directa con los de abajo. Como Perón, como Evita, como Mussolini, como Chávez. El balcón no era parte de la estrategia, era la estrategia. La campaña, en ese marco, sobraba. Los actos eran un decorado. La institucionalidad, un trámite.

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Recordé esa escena esta semana al ver cómo Cristina Fernández de Kirchner —condenada a seis años de prisión por corrupción— busca evitar el uso de tobillera electrónica y especula con cumplir su condena en un domicilio propio. Y me pregunté: ¿tendrá balcón?

Porque a veces no hace falta más que eso. Basta con unos pocos metros sobre el nivel de la calle para que el delirio adquiera forma de epopeya. Para que la causa judicial se transforme en martirio. Para que la figura de una expresidente condenada, lejos de disolverse, se reinstale como víctima.

Cristina Fernández de Kirchner no necesita el poder institucional para hacer daño. Le basta un escenario. Y ningún escenario es más potente, más emocional y eficaz que un balcón. Desde ahí no se razona: se grita. Se agita. Se acusa. Se vuelve mito. Ese es el púlpito que inflama la fe.

Por eso no importa cuántos simpatizantes le queden: si son mil, o dos mil, o doscientos. Lo importante es que el balcón es multiplicador. Funciona como caja de resonancia. Y lo que desde allí se dice no se discute: se obedece o se rechaza. Pero siempre se amplifica.

La Justicia argentina, que por fin ha demostrado tener la valentía de dictar una condena firme contra quien manejó el Estado como un feudo, debe ahora tener la responsabilidad de hacerla cumplir con inteligencia. No se trata de venganza. No se trata de castigo. Se trata de institucionalidad. Y eso incluye evitar que se le permita a la condenada transformar su lugar de reclusión en una plataforma política.

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Si la condena es domiciliaria, entonces deberá usar una inmensa tobillera electrónica. Porque sin tobillera podría escapar. No olvidemos que; para un eventual plan de fuga, la amistad iraní en estos momentos se encuentra ocupada en otras cosas, pero siempre le quedan los copitos, que en términos de inteligencia son un caso de escopeta.

Por lo tanto, Cristina debe completar su reclusión en un lugar sin balcón. Sin escenario. No es una exageración. Es un dato empírico.

Lo advirtió Bucaram, aquel día en Quito, sin saber que hablaba por muchos. Lo entendió intuitivamente aquel médico ecuatoriano; el pueblo no siempre exige gestión, a veces quiere liturgia. Y el balcón es el altar donde se oficia la ceremonia de la salvación populista.

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Llevan 20 años o si queréis 50 netos de gobiernos peronistas; los últimos 12 casi sin ir al colegio en PBA. Porque los gobiernos en las zonas más pobres y más densamente pobladas (¡oh, casualidad!) se ocupan de que la gente ignore; no les sirve educarla. Ahora son minoría y, en la agonía, Cristina y Néstor se ven como los sepultureros del “Partido Justicialista”, a quién irónicamente la justicia lleva a uno de ellos a prisión.

La Justicia argentina, si quiere completar su tarea histórica, no puede permitir que esa liturgia se repita. Porque de ese balcón puede no salir un discurso, sino una chispa. Una chispa que incendie lo que tanto costó reconstruir: el respeto por la ley, la separación de poderes, la idea misma de república.

El balcón es un detalle arquitectónico. Pero también es una advertencia política. Y más vale no subestimarlo.

 

(*) Carlos Souto es un reconocido consultor político surgido en la Argentina. De origen español, es considerado uno de los principales referentes de la comunicación política en Latinoamérica, y se ha consolidado en la última década también en el mercado de Oriente Próximo.

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