Por Lana Montalban
No estamos viviendo tiempos normales. El ser humano ha hecho maravillas: arte, música, cura de enfermedades y descubrimientos que mejoraron la vida de todos, dando paso al progreso de pueblos enteros. Pero, al mismo tiempo, también hemos sido capaces de inventar armas de destrucción masiva, guerras sin razón, elementos de tortura y excusas para usarlos, racismo y un nivel de maldad inexplicable.
Hemos tenido todas las oportunidades posibles para avanzar como «raza», de convertirnos en seres superiores por nuestro conocimiento y nuestras posibilidades de progreso. Pero, aparentemente, hemos desperdiciado la mayoría de ellas.
Es verdad que vivimos mejor que nuestros abuelos. Los míos abandonaron Ucrania para salvar sus vidas y jamás volvieron a su tierra. Hoy, en unas horas nos movemos de un lugar del planeta a otro. Tenemos en nuestras manos una computadora que hace todo lo que los guionistas de la serie animada «Los Supersónicos» imaginaban, hace más de cinco décadas. No nos alcanzó. Seguimos peleando y odiando, en vez de ayudando y amando.
Si seguimos así, cada vez habrá menos para la mayoría, mientras una minoría minúscula se frota las manos como los villanos de las películas de James Bond, mostrando sus dientes de oro y diamantes, en una diabólica sonrisa de satisfacción, disfrutando la miseria ajena. La burla, la codicia, la maldad, el desprecio son la moneda corriente.
Ante esta soberbia reinante, el planeta envía mensajes cada vez más claros: no es él el que está en peligro. Quedó claro con el desastre de Chernóbil. La naturaleza se encargó -con modificaciones- de volver a apoderarse del sitio. Y, en el proceso, prescindió por completo de los humanos.

Lana Montalban
Lo presenciamos claramente en esa ventanita del principio de la pandemia de Covid-19. Los animales, a quienes les robamos su hábitat sin la más mínima vergüenza, volvieron a ocupar sus sitios en muy poco tiempo.
Mientras tanto, los humanos estamos maravillados con nuestra propia deshumanización. Cada vez más trabajos son reemplazados por la Inteligencia Artificial. Nosotros, encandilados ante semejante avance, nos dejamos llevar por la corriente suave y tóxica de sus tentadores ríos, que nos arrastran a un mundo que ya no podremos controlar. Sí, un robot con precisión milimétrica cometerá menos errores que un cirujano que quizás bebió demasiado vino la noche anterior a nuestra operación, o a una que se peleó con su esposo esa mañana y está más concentrada en esa situación que en nuestro órgano enfermo.
Ciertamente, la AI tiene literalmente toda la información del mundo en un instante para diagnosticarnos, algo que un médico humano jamás tendrá. Y existen muchas fábricas gigantes que funcionan íntegramente sin la intervención de personas.
No son solamente China o Rusia; incontables gobiernos manejan toda nuestra información personal, incluyendo preferencias culinarias o políticas. Nos tienen identificados de mil formas diferentes: con reconocimiento facial, o a través de la huella digital que hemos venido dejando por años en todo tipo de redes sociales (y anti-sociales), con una credulidad e inocencia difíciles de explicar.
La mayoría de nosotros no somos más que peones de un macabro juego de ajedrez que puede estar acercándose a su dramático final. Lo que creíamos eran libros de ciencia ficción, con pequeñas o grandes diferencias, se está convirtiendo en nuestra realidad.
El exquisito y prolífico escritor de ciencia ficción Isaac Asimov, dijo en 1988: «Durante mucho tiempo los humanos hemos pensado que somos el centro del universo. No somos especiales y no hay nada sobre nosotros que una máquina no pueda duplicar». Un visionario como pocos.
No hay plan B: la humanidad (por ahora) puede salvarse de la extinción
He tenido el privilegio de haber nacido en un mundo analógico que se fue convirtiendo en digital. Pertenezco a la única generación con esa característica. Más allá de los graciosos videos en los que vemos a niños y jóvenes que no tienen idea cómo se hacía para lograr hacer una llamada con un teléfono de disco, o cómo escribir en letra cursiva, se han perdido y se seguirán perdiendo muchas de las cosas con las que nosotros crecimos. Nosotros recordábamos de memoria los teléfonos de todos nuestros amigos. Sabíamos cómo usar un mapa de papel. Cómo buscar palabras en un diccionario (porque habíamos memorizado el alfabeto), y “cómo hablar con nuestros amigos”. Es común ver un grupo en un restaurante, todos sentados alrededor de la mesa, cada uno encorvado frente a su celular, sin el menor contacto físico o social entre ellos. Lo mismo con aquellas familias que usan las tabletas cual chupete para que su bebé o niño no los moleste o “no se aburra».
No es casualidad que los Mark Zuckerberg del mundo, cuando todavía decían parcialmente la verdad -ahora mienten sin pestañear ni ponerse colorados-, confesaban que a SUS HIJOS no les permitían usar celulares inteligentes antes de cierta edad.
Los eventos climáticos que estamos viviendo, sin precedente en nuestra corta historia -muy corta si tenemos en cuenta que el planeta tendría unos 4.540 millones de años-, son clarísimas señales que nosotros ignoramos. Un sólo ejemplo: estudios demuestran que el agroquímico Roundup (glifosato) no sólo mata los yuyos, sino también a las abejas. Sin abejas, no habrá comida, pero seguimos usándolo. Estamos bailando en la cubierta del Titanic.
Me recuerda un cuento que contaba mi padre:
Un pueblo comienza a inundarse. Las autoridades evacúan a la población. El cura del pueblo, con el agua hasta las rodillas, va casa por casa revisando que no haya quedado nadie.
Llega un bote y le dicen:
-«Padre, suba al bote. Ya no hay nadie».
-«Vayan tranquilos, me voy a asegurar de que es así», contesta el cura.
Al rato, ya con el agua a la cintura, viene otro bote y le insiste:
-«¡Padre, se va a ahogar! ¡Vamos!».
-«No, me falta revisar unas casas más», asegura el religioso.
Ya con el agua al cuello, llega un tercer bote.
-«Suba, Padre, por favor», le dicen desesperados.
-«Tranquilos, en un ratito me voy», insiste el cura.
Finalmente, se ahoga. Llega al cielo y muy cariñosamente es recibido por San Pedro.
-«¡Bienvenido!”, le dice.
-«San Pedro…no quiero quejarme, pero he sido una buena persona, piadoso, sano…, ¿por qué me dejaron morir?
A lo que San Pedro le responde:
-«Te mandamos tres botes…, ¿qué más querías que hiciésemos?».
¿Hay una salida a la degradación que estamos experimentando? No hay respuesta a la vista.
Mientras los multimillonarios hablan de conquistar Marte y otras tonterías para distraernos de lo que pasa acá abajo, lo único que se puede asegurar, es que este camino hacia nuestra propia extinción hará muy feliz a la Madre Tierra. Ella no nos necesita. Nosotros a ella, mucho.
Si supuestamente tenemos la capacidad de colonizar otro planeta, también tenemos la capacidad de salvar al nuestro. ¿Tendremos la voluntad de hacerlo? ¿Lograremos despertar a tiempo? Dijo Geoffrey Hinton, premio Nobel y conocido como «el padrino de la IA» en una entrevista reciente: «Por primera vez en la historia hemos creado algo más inteligente que nosotros».
La IA podría resolver muchos de nuestros problemas, crear un mundo más equitativo, más sano y hasta más feliz. Pero, al fin y al cabo, somos humanos, expertos en repetir la historia. Somos los únicos capaces de tropezar dos veces con la misma piedra. Y lamentablemente la IA no está siendo utilizada sólo para hacer el bien.