Por Ana Monsell (*)
La pregunta por la abstención electoral no puede reducirse a la falta de representación o al descrédito de los partidos. Quizá algo más profundo se pone en juego: una transformación en la forma en que los sujetos se relacionan con la política, con el otro, e incluso con su propio deseo.
No votar podría no representar solo desinterés o rebeldía. En muchos casos, puede ser una forma de retirada subjetiva. En contextos marcados por la precariedad laboral, la saturación emocional y la pérdida de referentes colectivos, el acto de votar (que alguna vez fue expresión de voluntad y de proyecto compartido) se convierte en un gesto vaciado, mecánico o directamente prescindible. Pareciera que no se trata de no entender lo que está en juego, sino de no sentir que haya algo en juego para el sujeto.
El clima de época incluye a la política como desactivada en su capacidad de transformación. Ya no se la rechaza frontalmente; simplemente se la vive como algo ajeno, un espectáculo al que se asiste sin participar. Esa desconexión no se produce por ignorancia o apatía, sino por saturación. Cuando la vida cotidiana se organiza en torno al cansancio, la supervivencia y el miedo, no queda espacio psíquico para el compromiso simbólico que implica votar.
De esta manera, “no ir a votar” puede leerse como una economía del deseo. Votar implica suponer que hay un otro capaz de encarnar una promesa, una representación, una respuesta. Pero, ¿qué pasa cuando el lazo social se deteriora al punto de que ya no se espera nada de nadie? En ese punto, el sujeto se retira. No como acto heroico, sino como defensa frente a la decepción anticipada.
Este hecho no es nuevo, pero parecer profundizarse en un tiempo donde la subjetividad está cada vez más capturada por lógicas de rendimiento y competencia. En ese marco, la política aparece como una carga más. No votar, entonces, no es un vacío, sino una señal: hay algo del lazo social que ya no funciona. No hay identificación posible porque no hay disponibilidad afectiva.
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Es posible que los resultados recientes no hablen solo de ganadores y perdedores, sino también de una fractura más honda, menos visible. Una grieta en el lazo social, en la expectativa compartida de que algo puede cambiar. No se trata de romantizar la abstención ni de condenarla, sino de leerla. De preguntarse qué condiciones hacen falta para que la política vuelva a ser habitable.
El problema no es solo cómo convocar a la participación, sino cómo restituir el deseo. Porque mientras el sujeto no desee, ninguna oferta política logrará interpelarlo. La abstención no dice “no me importa”, sino “ya no puedo creer”.
Y cuando el deseo se retira, el voto deja de tener sentido.
(*) Psicóloga y coordinadora de Investigación Cualitativa de Proyección Consultores