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La “paz social” como herramienta de extorsión
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La “paz social” como herramienta de extorsión

Hay una conexión entre la causa Vialidad y el ataque a Cristina Fernández, pero no es la que plantea el gobernador Kicillof. En lo que se parecen esas causas es en que en ambos casos el kirchnerismo pretende ser quien defina quiénes son los inocentes y quienes son los culpables según les convenga. Y en ambos casos, parece no importarles en absoluto la verdad ni que esa tarea le corresponda a la Justicia.

Este es el trasfondo real de la grieta: no aceptan a la Justicia como un poder independiente y, como no tienen las bancas necesarias para cambiar la Constitución, buscan forzar el sistema, si es necesario, de “prepo”.

Así, en la causa Vialidad, buscan salir impunes de acusaciones gravísimas de corrupción; y en el caso del ataque a Cristina Kirchner les importa menos esclarecerlo que acusar a opositores y medios, incluso antes de que llegaran la jueza y el fiscal al escenario del hecho. Ya tenían la sentencia antes de la evidencia.

Todo sirve como instrumento para señalar a los enemigos, que son los que piensan distinto y osan pretender que nadie esté por encima de la ley. Qué herejía. Pareciera que la democracia se terminara en Cristina Fernández y su voluntad. Para el resto no hay espacio. Si les gusta bien y, si no, son odiadores.

Es difícil encontrar mejor evidencia que las declaraciones del senador Mayans para entender la extorsión: «¿Quieren paz social? Paremos el juicio de Vialidad». Y es bajo ese ánimo de apriete a la Justicia que crecieron en tensión los días posteriores al alegato del fiscal Luciani. Se llegó a sugerir que se habían plantado dos volquetes con piedras en las inmediaciones de la casa de la vicepresidenta, y apenas horas antes del ataque su hijo afirmó que la oposición sólo esperaba ver “quién mata al primer peronista”.

Señores, en vez de señalar odiadiores, expliquen por qué no actuó la custodia, por qué la Policía Federal no detuvo al atacante, por qué le resultó tan fácil llegar a centímetros de la vicepresidenta y gatillar, y por qué en vez de recuperar los datos del teléfono del tirador terminaron borrándolos. ¿No es raro que les importa más señalar a odiadores que el esclarecimiento del ataque?

Y cuidado, porque detrás de la apelación a los discursos de odio se esconde una siniestra práctica cubano-chavista para suprimir a los opositores o a los que osen elevar una voz crítica. En Venezuela hasta la convirtieron en ley. El planteo es simple: el que se opone o critica, odia. Más autoritario no se consigue.

Cuando las propias Naciones Unidas hablan de combatir los discursos de odio, se refieren a cuestiones de discriminación racial, religiosa o de género, pero no a las expresiones políticas, porque eso sería censurar las libertades, sin las cuáles no hay democracia. Descalificar como odiador al que piensa distinto es una forma encubierta de censura y de supresión: totalitarismo liso y llano.

Escalaron a tal punto en la desmesura, que pudo verse una nota de la agencia Télam ilustrada con el dibujo de un arma cuyo caño terminaba con un micrófono. Es una locura equiparar a la prensa con el delincuente que empuña una pistola. Lo primero que hay que decir es que las que acallan los micrófonos suelen ser las dictaduras. Lo segundo es que armas y micrófonos son exactamente lo contrario. Donde priman las palabras no priman las balas. Son agua y aceite. Tampoco son novedosos en el planteo. Antes de dejar la presidencia, en 2015, Cristina Fernández habló de “fierros judiciales y mediáticos”. La prensa y la Justicia, que ejercen el rol del control y de los límites al poder total, y que la denunciaban o investigaban por corrupción, tenían que ser vistas como enemigos y comparadas con delincuentes. Ahora, el que critica es odiador; y el acusado de corrupción, un pobre perseguido.

Como afirma la periodista Norma Morandini, “una democracia de un solo color político es antidemocrática hasta por definición”. Y el andarivel de la intolerancia en que nos deslizamos es aún más peligroso, después de este regreso esperpéntico de la violencia política con un episodio tan grave como extraño.

El Gobierno eligió usarlo para dividir en vez de esforzarse por esclarecerlo. Malversó el apoyo de casi todo el arco político que podría haber sido una invalorable oportunidad para decirle no a cualquier nuevo atisbo de violencia y sectarizó su discurso. Si algo le faltaba a esa puerta entreabierta a la radicalización era que amenacen la paz social poniendo como prenda la impunidad. ¿O acaso de eso se trata todo? Y lo del odio es sólo la nueva excusa, para buscar lo mismo de siempre: impunidad, impunidad y más impunidad.

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