Por Juan Manuel Abal Medina
En enero, Donald Trump indultó a las 1.600 personas que habían entrado violentamente al Capitolio para desconocer el resultado de las elecciones de 2020, amenazado a legisladores, causando cinco muertos, decenas de heridos y sorprendiendo al mundo. En la misma semana el presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, fue reelecto por sexta vez con el 87,5% de los votos después de gobernar el país por más de 30 años.
En muchos países crecen partidos y líderes que desafían abiertamente los consensos centrales sobre los que se habían construido las democracias en el último siglo, y también crecen la polarización extrema, los discursos de odio, el uso y abuso de las “fake news” y la demonización del adversario.
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A su vez, 2024 fue año en el que más seres humanos votaron en toda la historia. Prácticamente 1.727 millones eligieron a sus gobernantes mediante elecciones en todo el mundo. Desde los 637 millones que votaron en seis distintos días a los 552 parlamentarios en la India a los menos de 20.000 que lo hicieron en San Marino, nunca tantas personas habían definido a sus gobernantes “democráticamente”.
Por un lado, la democracia de nuestros días amplía su extensión; por el otro, disminuye su intensidad y, por lo tanto, la calidad de su funcionamiento.
Desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética la democracia como forma de legitimar a los gobernantes no parece tener rivales a escala planetaria. Con la excepción de unos pocos casos, la enorme mayoría de los países se presentan a sí mismos como democráticos y casi todos realizan elecciones masivas entre varios partidos.
Y no solo en Europa o América. Solo el año pasado 60,5 millones de paquistaníes eligieron a su parlamento, lo mismo que 168 millones de indonesios y 15 millones de mongoles. Si se suman los 25 millones de iraníes y los votantes del resto de la región, fueron en total casi 1.100 millones los asiáticos que concurrieron a las urnas en 2024.
Si contamos los casi 270 millones de americanos que votaron presidentes y/o legisladores; los 315 millones de europeos que eligieron parlamentarios de la Unión Europea, presidentes o legisladores; y los casi 50 millones de africanos, llegamos a esa impresionante cifra sobre un padrón de 2.775 millones, es decir, una participación mundial electoral promedio del 62%.
NO SOLO SON VOTOS
Pero la democracia supone más que gente votando. Qué se considera necesario para que un país sea llamado “democrático” es algo sobre lo que los académicos venimos peleándonos durante los últimos 100 años. La enorme mayoría coincidimos en que, para que una elección y su resultado sean democráticos, se deben garantizar algunas cuestiones mínimas: que sus resultados no sean producto de manipulación alguna y reflejen las preferencias de los votantes; que quienes ganan puedan ocupar plenamente sus cargos; que existan diversas alternativas reales para elegir; que los individuos que puedan participar sean muchos, al menos la mayoría de los adultos que viven en el país en cuestión; y que existan ciertas libertades civiles básicas y un Estado de Derecho que permita su ejercicio en buena medida.
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Así, varios de los países que tuvieron elecciones el año pasado quedarían fuera de la definición de democracia. Bielorrusia es un ejemplo claro. Otro es Kuwait, donde sólo 800.000 habitantes tienen derecho a votar sobre una población de casi 4,5 millones de personas; y ni hablar de Venezuela, donde la elección fue manipulada en beneficio del candidato oficialista.
Pero tampoco podemos asegurar que aquellos países en los que parecen cumplirse dichas condiciones mínimas sean genuinamente democráticos. En 2024 hubo elecciones presidenciales en El Salvador y en Rusia, donde los mandatarios resultaron reelegidos con cerca del 85% de los votos. Hubo candidatos alternativos, amplia participación y los resultados no parecen haber sido manipulados. Sin embargo, la inmensa disparidad de recursos con los que contaron los oficialismos y el evidente abuso de los recursos estatales, incluyendo diversas formas de represión, difícilmente nos permitan catalogar esas elecciones como democráticas.
Hace más de tres décadas Guillermo O´Donnell, politólogo argentino considerado uno de los más importantes del mundo, cuestionó las definiciones mínimas de la democracia. Entonces, pocos le prestaron atención, ya que tras la caída del Muro de Berlín la confianza en la universalización absoluta del capitalismo y la democracia era tal que un filósofo llegó a proclamar “el fin de la historia”.
Mientras la mayoría seguía pensando que la democracia se iba consolidando en el planeta, creencia que alcanzó su cenit hacia 2010 con la presidencia de Obama en EEUU y la Primavera Árabe derribando dictaduras en el norte de África, O’Donnell advirtió que, si las democracias en el siglo pasado morían de manera instantánea (cuando algunos militares daban un golpe y se hacían del Gobierno), en nuestro tiempo las democracias sufrían una “muerte lenta”, con una constante y pausada pérdida de derechos y libertades ciudadanas y un permanente empoderamiento de los gobernantes.
En su última obra, “Democracia, Agencia y Estado”, O´Donnell presentó una situación hipotética: ¿qué sucedería si en un país donde parecen cumplirse todas las condiciones de la democracia un importante candidato opositor fuera acusado de corrupción, encarcelado y no se le permitiera presentarse a elecciones? Pocos años después en Brasil la situación se volvería real.
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¿Cómo se da este proceso de debilitamiento democrático? En algunos países se produce desde dentro del propio Estado cuando líderes que accedieron al gobierno democráticamente empiezan a socavar las bases del funcionamiento de la democracia, ya sea restringiendo los derechos al voto (como ocurre en varios estados republicanos en EEUU); marginando y persiguiendo a una minoría, como sucede en la India; apelando al miedo y el odio hacia el diferente, tal como hace Victor Orban en Hungría; o recortando derechos y garantías como en El Salvador.
Sin embargo, esta no es la única forma. En todo el mundo se están produciendo en las propias sociedades fenómenos que erosionan las bases sobre las que nuestras instituciones democráticas han funcionado. El efecto combinado de un sostenido aumento de la desigualdad económica con el crecimiento de las nuevas formas de relación social generadas por las redes sociales y su lógica algorítmica, están teniendo un impacto devastador sobre algunos de los pilares del buen funcionamiento de nuestra institucionalidad democrático-republicana.
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El impacto de las nuevas tecnologías ha sido brutal. El viejo sistema de los medios masivos que caracterizó a la segunda mitad del siglo pasado presentaba grandes déficits, pero permitía la existencia de cierto espacio común, cierto espacio público o ágora en el que todos podíamos ser parte, aunque fuera de manera desigual.
Hoy, la lógica algorítmica ha destruido todo eso y nos ofrece innumerables espacios “a la carta” en los que me encuentro con los que piensan como yo. Aquel viejo sistema exigía ciertos códigos, en las palabras y en las formas, que debían ser respetados o, al menos, simulados. Nada de eso ha quedado en pie, y hoy casi todo está permitido. En la proliferación de las burbujas algorítmicas incluso la distinción entre lo verdadero y lo falso pierde sentido.
Cuando sumamos a esto la creciente desigualdad social, que genera enojo, bronca, impotencia y desazón, el resultado es una marcada polarización afectiva en la que los otros dejan de ser adversarios o personas equivocadas para transformarse en los culpables de todos nuestros males. “Los chorros”, “la casta”, “los mexicanos” o “los musulmanes” funcionan como chivos expiatorios de nuestra creciente impotencia y les permiten a los “ingenieros del caos” (Da Empoli) o a los “magos políticos” (Przeworski) volcar sobre ellos la ira creciente y justificar a los gobiernos que rompen límites para devolver una presunta grandeza perdida.
Es difícil pensar en este contexto cómo pueden darse el diálogo, la discusión argumentada y el disenso, bases del buen funcionamiento democrático. La lógica algorítmica premia la intensidad, el blanco/negro y la espontaneidad (real o supuesta) y el enfrentamiento a todo o nada.

Juan Manuel Abal Medina (Foto NA: JUAN VARGAS)
Sin embargo, no debemos darnos por vencidos. La propia expansión geográfica de la democracia prueba que ella sigue siendo un valor indiscutido y que como sistema demuestra una resiliencia notable. Parte de la tarea requerirá no naturalizar, y mucho menos imitar, los comportamientos que consideramos nocivos y seguir sosteniendo que esta espiral de bronca y odio que estamos viviendo jamás nos conducirá a sociedades mejores. Todos aquellos que compartimos el sueño democrático que se inició hace 2.500 años en Atenas debemos recuperar el orgullo de saber que peleamos por “la Noble Igualdad” de la que habla nuestro Himno Nacional. Solo con ella existirá la verdadera Libertad, que se construye día a día dialogando y debatiendo en espacios plurales y democráticos.
Como bien nos enseñó Max Weber, el ser humano nunca hubiera alcanzado lo que hoy es posible si no hubiera peleado una y otra vez por lo que en su momento se consideraba imposible. Por esto, más allá de las enormes dificultades del presente, el sueño democrático de “una Patria de Iguales” sigue siendo un destino que podremos alcanzar.