Por Martín Böhmer (*)
No tuvo que pasar demasiado tiempo para que los diarios dieran cuenta del primer linchamiento del año. En Mendoza, a fines de enero, un grupo de vecinos mató a una persona que, dicen, había entrado a robar a una casa. En los últimos veinte años, escenas como esta se vienen repitiendo en la Ciudad de Buenos Aires, en Comodoro Rivadavia, en Tucumán, en Rosario. Es gente enfurecida que se siente con derecho a dejar de lado el Derecho, hordas de ciudadanos convertidos en verdugos que enarbolan su certeza y la descargan sobre su víctima como si ejecutaran la sentencia furiosa de dioses vengativos.
Al pie de esas noticias, el festejo de quienes las comentan aplaudiendo a los asesinos es particularmente alarmante.
Otra noticia que se repite: el Estado argentino propone un régimen de atracción de inversiones (el RIGI) con excepciones y promesas de que esta vez nos vamos a portar bien: no vamos a cambiar las reglas del juego, vamos a brindar un esquema impositivo razonable y la política cambiaria y la regulación aduanera van a ser estables para quien se atreva a creernos una vez más. Entre estas ventajas, el RIGI permite eludir el sistema nacional de solución de controversias. Si hay conflictos, quienes se amparen en este régimen van a poder apelar a un sistema de arbitraje internacional.
No por nada Argentina tiene una reserva envidiable de abogados y abogadas expertos en arbitraje, fruto de ser el país más demandado ante el CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones).
Ambos fenómenos remiten (entre otras cosas) al mismo problema: la huida de la gente del sistema judicial como forma de resolver conflictos en nuestro país.
Este problema es particularmente grave. La razón de existencia de un Estado consiste en su capacidad para ejercer el poder dentro de su territorio, para imponer sus decisiones en forma soberana. Si las decisiones de nuestra democracia constitucional (que se expresan en códigos como el de procedimiento penal y en reglamentaciones como las que regulan los impuestos, el control aduanero y cambiario) no se aplican, ¿para qué el esfuerzo de tener una Constitución?
Las profesiones del Derecho (la abogacía, la judicatura, la academia, la docencia) han recibido en monopolio el control del acceso a la práctica del derecho, el acceso a la justicia y la capacidad de dictar sentencias. Su primera obligación es asegurar que los conflictos sean resueltos conforme al Derecho.
Pero además tiene otra: deben lograr que la gente acuda a la Justicia y, aunque pierda, acate sus decisiones.
Esta segunda obligación se cumple en la medida en generen su propia legitimidad, y la legitimidad se genera no solo aplicando el Derecho con independencia, imparcialidad, igualdad, decoro, integridad; sino además, dando la apariencia de que se lo está aplicando así.
La conducta de varios jueces, abogados, académicos y docentes que se ha reflejado en los medios o que se ve en las aulas, en los estudios o en los juzgados (o más alarmante, fuera de esos ámbitos) no ayuda a la construcción de legitimidad. La falta de ejemplos públicos brilla por su ausencia. Son demasiadas las noticias que describen conductas corruptas, indecorosas o falta de independencia de los poderes políticos.
Hay jueces incluso que exhiben sin pudor en las redes sociales su falta de imparcialidad o su falta de dedicación al trabajo que la democracia les encomienda.
Aunque algo se está haciendo para aumentar la legitimidad de la Justicia, falta conocimiento público de lo que se hace y políticas públicas estructurales para profundizar los cambios.
La cantidad y la calidad del tiempo de formación de las profesiones del Derecho es baja.
Con solo cinco años o menos, apenas salido de la secundaria, sin examen de ingreso o de egreso a la universidad y sin examen para entrar a la profesión, una persona casi adolescente está habilitada para tener en sus manos el destino de sus conciudadanos.
En el poco tiempo que pasa formándose no la entrenamos en las destrezas necesarias para ejercer su profesión: no aprende a leer, escribir, hablar, entrevistar, interrogar, probar, argumentar, persuadir ni a hacerlo éticamente. No obligamos a la formación continua una vez recibida ni evaluamos su desempeño. Nuestros poderes judiciales ni siquiera tienen, en general, códigos de ética ni tribunales de disciplina. Las sentencias de los tribunales de los colegios de abogados son secretas. Los incentivos para crecer en el Poder Judicial no pasan por ser mejor en la actividad de aplicar el Derecho a los casos, sino en juntar diplomas relativamente irrelevantes, publicar artículos o libros, ser parte de asociaciones, manejar el día a día del juzgado, estar cerca de quien se debe estar cerca.
Los linchamientos y la pérdida de jurisdicción son, entre otras cosas, una alarma que suena y que pocos quieren escuchar, un ruido sordo que molesta y que descartamos para no enfrentarlo.
Ponerle el cuerpo y llevar adelante las políticas que sabemos que se necesitan es la única forma de enfrentar la pérdida de legitimidad de las profesiones del Derecho.
(*) investigador principal de CIPPEC