Por Alexis Chaves (*)
Nuevamente nos empujaron a la tragedia que representa la inacción legislativa frente a la corrupción, y esto definitivamente exhorta a cada argentina y argentino a asumir su responsabilidad en la transformación social.
Cada vez que se permite que los corruptos prosperen, se debilita la democracia y se erosiona la confianza en el futuro. La verdadera política comienza por reconocer la imperfección de los sistemas actuales y esforzarse por forjar caminos de integridad, en los que cada acción y cada voto sean una afirmación de un compromiso irrenunciable con la transparencia y el bien común.
En el contexto político y social argentino, la propuesta de la ley Ficha Limpia emergió como una esperanza para erradicar la corrupción de nuestras instituciones. La iniciativa pretendía impedir que personas condenadas en segunda instancia por delitos de corrupción, entre ellos los relacionados con la mala praxis en la administración de la obra pública, accedieran a cargos electivos.
La idea era franca y, en “apariencia”, lógica: proteger el tejido democrático de aquellos que, habiendo manchado su historial judicial, no deberían tener la capacidad de dirigir o influir en la gestión de recursos que afectan a la sociedad.
Sin embargo, su fracaso en el Senado, tras una votación ajustada que la dejó a un solo voto de convertirse en ley, puso en evidencia todos los entramados de intereses creados y los mecanismos de poder que se resisten a cualquier cambio radical en la estructura política del país.
El rechazo de Ficha Limpia refleja, en esencia, la paradoja de nuestro sistema: mientras se alza con discursos de transparencia y ética, el mismo aparato estatal se ha visto, en numerosas ocasiones, implicado en escándalos de corrupción de todos los signos políticos de gobiernos pasados y actuales, que devastan, por ejemplo, los proyectos de obra pública.
Este entramado de relaciones, en el que empresarios y dirigentes corruptos se protegen mutuamente, termina por minar la confianza de la ciudadanía en la capacidad del Estado para gestionar los recursos de manera transparente y equitativa.
Los proyectos que deberían impulsar el desarrollo, la infraestructura y el bienestar social se convierten en vitrinas de complicidades y favoritismos que dañan la imagen de lo público y relegan a la honestidad a un segundo plano.
Otro aspecto que ilustra la complejidad del debate a partir del fracaso de Ficha Limpia es la estrategia de ciertos actores de perseguir a otros con el fin de “blanquear su propia imagen”.
Resulta paradójico observar cómo, en muchas oportunidades, algunos políticos y empresarios recurren a la acusación y a la persecución de figuras opositoras para ocultar sus propias malas prácticas.
“Perseguir a uno para blanquearse a sí mismo” se ha convertido en una táctica habitual: al señalar a otros como corruptos, crean un escenario en el que pueden desprenderse momentáneamente de la culpa y, de alguna manera, reconstruir una imagen de integridad que se vea empañada en otros sectores.
En este sentido, la ley Ficha Limpia se transformó en un campo de batalla ideológico, en el cual la lucha no era tanto contra la corrupción sistémica, sino contra adversarios políticos cuyo principal objetivo era mantenerse en el poder, aún a costa de perpetuar prácticas delictivas.
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Esta dinámica, lejos de fortalecer la credibilidad del sistema democrático, desciende en un “circo político” en el que la responsabilidad y la transparencia quedan relegadas mientras se juega a culpar y a perseguir.
Surge, entonces, la pregunta: ¿cómo puede una sociedad que reclama integridad y transparencia seguir permitiendo que personas con antecedentes judiciales – y, a la vez, con vínculos indudables con redes corruptas – accedan a los altos escalones del poder? La respuesta se halla, paradójicamente, en la misma ciudadanía.
La responsabilidad de combatir la corrupción no recae únicamente en el legislador o en el poder ejecutivo, sino en cada uno de nosotros. La aprobación o el rechazo de leyes como Ficha Limpia no solamente abarca el aspecto técnico-legal, sino que es un reflejo del compromiso social con los valores democráticos. Sin una exigencia constante por parte de los ciudadanos, las normas de integridad quedan al margen de la agenda pública, permitiendo que quienes tienen sed de poder se resguarden tras discursos huecos de moralidad.
La ironía es palpable: mientras algunos actores corruptos se lanzan a perseguir a rivales para limpiar su historial, ellos, en realidad, terminan perpetuando la impunidad que tanto denuncian. Un círculo vicioso que se refuerza cada vez que se minimiza la exigencia por la responsabilidad y la ética.
Finalmente, el mensaje para la gente es claro: la transformación comienza en cada uno de nosotros.
La responsabilidad va más allá de votar o de protestar en las calles; implica demandar y practicar la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. No podemos permitir que la causa de Ficha Limpia y sus aspiraciones de limpiar la política se vean opacadas por intereses mezquinos y juegos de poder. Cada ciudadano tiene el rol de fiscalizar, de denunciar y de exigir a sus representantes una conducta que esté a la altura de los valores democráticos. Es tiempo de construir una nueva narrativa en la que la ética y la responsabilidad sean el pilar fundamental de la acción pública.
(*) Politólogo y analista parlamentario