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Cristina tiene un plan
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Cristina tiene un plan

Cristina Fernández de Kirchner

Bien lo dijo Cristina Fernández de Kirchner en su discurso inaugural de un cine muy cerca del fin del mundo: importan las ideas, los planes, más que las personas. Ese tipo de frases se interpretan habitualmente -y esa fue su intención manifiesta- como una invitación al diálogo, o al menos a la discusión civilizada, pero sin chicanas ni agravios personales, solo confrontando modos de ver la delicada situación nacional. Pero en su boca, y a la altura de las circunstancias, también se podría decodificar el mensaje de la Vicepresidenta como la constatación definitiva de que, en este gobierno, los ministros pasan, pero la visión de Ella queda.

La alterada reacción de los mercados a la llegada de Silvina Batakis, para tapar el súbito hueco dejado por Guzmán, expresa casi lo mismo que la propia Cristina viene sugiriendo -con distinto fraseo- en sus últimos discursos: la Vice está rumiando su propio plan económico de emergencia, porque así no va más. Venga quien venga a firmar las cuentas, y diga lo que diga Alberto Fernández, si este gobierno finalmente logrará mostrar un rumbo cierto será obedeciendo la receta de la Jefa. Sin variaciones ni suavizantes. Es lógico: nadie nunca le negó que el grueso de los votos de 2019 fueran de ella. No se trata, y hoy menos que nunca, de si el albertismo residual acata la receta cristinista o no. El problema es otro. La pregunta del millón -o más bien del billón- es cuál sería esa receta con el sello CFK.

Ni siquiera el entorno político y mediático que frecuenta el Instituto Patria lo tiene muy claro. Mezclando antecedentes históricos del kirchnerismo en momentos críticos, rumores sobre las recientes lecturas economicistas de Cristina, guiños de sus intervenciones públicas presenciales y virtuales, todo espolvoreado con algunos deseos propios de cada interlocutor, el círculo K se prepara para algún audaz experimento monetarista, apoyado en el viejo llamado al “pacto social”.

Dado que la Vicepresidenta está fijada con deshacer el maleficio de lo que llama la “economía bimonetaria”, algunos se remiten a experiencias históricas de desdoblamiento cambiario duro, para suponer que ella acaso contempla la posibilidad de crear algún tipo de tercera moneda, no convertible, que sirva para blindar al menos una parte del consumo y la remuneración popular del tironeo financiero globalizado que dolariza todos los cálculos de formación de precios internos. Algo parecido, con todas las distancias del caso, al desdoblamiento del circulante en Cuba, en dos monedas, una convertible (el CUC que cualquier turista conoció) y otra no, para exclusivo uso local, centrada en el consumo básico de primera necesidad.

Una idea similar se le había ocurrido, hace ya casi un año, al director del Banco Nación, Claudio Lozano, quien sugirió en C5N la propuesta de una moneda inconvertible, que permitiera “financiar la política social”. El problema es que ese desdoblado modelo monetario cubano acaba de ser abandonado por el propio gobierno castrista, luego de llegar a la conclusión de que en los últimos años introdujo distorsiones muy nocivas en la economía de la isla, fuera más o menos planificada. Como pasó con nuestros patacones y otras cuasimonedas, lo que pudo resultar un parche de emergencia salvador ante el estallido de una crisis, se vuelve un cepo inhumano al mantenerlo en el tiempo. Entre otras cosas, legaliza la noción horrible de que, a la hora del reparto oficial de billetes, hay ciudadanos de primera y, la mayoría, de segunda.

Y esas distinciones enojan mucho, como lo comprobó la flamante ministra de Economía argentina al moralizar sobre la costumbre de viajar al exterior: previsiblemente, las redes sociales estallaron con fotos, datos y videos de funcionarios y familiares kirchneristas de gira placentera por los destinos más estigmatizados del relato nac&pop.

¿Acaso mi plata no vale? Esa frase de cafetín trasnochado puede explicar, no obstante, cuál es el punto de ebullición del humor social argentino. El doble estándar monetario. Y si ese karma ya se expresa en la pulseada entre pesificación y dolarización, la historia deja claro el riesgo de que agregar otra moneda local al menú inflacionario no haga más que llevar la tensión económica al límite.

Sea lo que sea el modelo monetario que baraja Cristina, es innegable que ella participa, como una argentina más, en la obsesión por el dólar. Siempre recuerda en sus disertaciones monetarias la suerte que tienen los norteamericanos porque la maquinita de ellos fabrica los preciados billetes verdes. E incluso ahora tienen bastante inflación y emisión extra, lo cual demuestra… y ahí aparece un bache en la argumentación monetaria K, que relativiza el peso de la emisión excesiva en la dinámica inflacionaria. Estados Unidos es un ejemplo muy simple de cómo el reparto dinerario magnificado por las urgencias sociales de la pandemia terminó desembocando en un aumento preocupante de la inflación. Y punto. Ahora la Reserva Federal está poniendo el freno de mano y colocando marcha atrás, aunque duela. La economía parece complicada, pero en realidad es impiadosamente simple.

Consciente de que incluso el plan más ingenioso puede desplomarse por el desmedido peso político que implica sostenerlo, Cristina ya vuelve sobre sus pasos, recuperando aquella idea del acuerdo social con la que volvió del llano al ruedo electoral, en pleno gobierno macrista. Esto no lo arregla Alberto -se ataja la Vice-, ni ella, ni Macri, ni Milei, ni siquiera Mandrake y su novia.

Esa línea argumental evoca las mesas ecuménicas con las que el peronismo económico, desde Gelbard en adelante, siempre reparte las cuotas-parte de un país en quiebra. Cada uno se hace cargo de una parte de los platos rotos, con la promesa de que, cuando vuelva la fiesta, habrá cotillón para todos. El que puso bonetes, se llevará bonetes, y el que puso globos, tendrá globos.

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