Por Miguel Saredi (*)
En estos días, el debate por la baja en la edad de imputabilidad vuelve a ocupar un lugar central en el Congreso y en los medios. No es la primera vez que se instala esta discusión, ni será la última. Pero cada vez que reaparece, se reproduce con los mismos argumentos simplificados y con la misma lógica electoralista de corto plazo.
El problema de fondo no es la edad de imputabilidad. Y lo sabemos. Lo saben los especialistas, lo saben los jueces, lo saben quienes trabajan todos los días con niños, niñas y adolescentes en los barrios más vulnerables del Conurbano bonaerense. Pero se insiste con una solución que suena firme, pero que no resuelve nada.
Bajar la edad no previene. No disuade. No mejora los niveles de seguridad. Solo castiga más, a más chicos, más temprano. En lugar de eso, necesitamos un Estado que fortalezca sus áreas de niñez y adolescencia. Que invierta en políticas sociales, educativas, deportivas, culturales y de salud mental. Que acompañe a las familias, en vez de abandonarlas.
Hoy, esas áreas están desapareciendo. Se recortan presupuestos, se cierran programas, se tercerizan responsabilidades que son indelegables. ¿Y después nos sorprendemos de que haya chicos que delinquen?
La otra cara de la inseguridad: miedo, descoordinación y municipios sin poder
A veces se pone como ejemplo al Reino Unido, donde la edad de imputabilidad es de 10 años. Pero basta leer los informes anuales de sus organismos de protección para entender que la preocupación por el delito juvenil allá no ha disminuido. Y que los resultados de ese modelo son ampliamente cuestionados. No alcanza con castigar antes si no se aborda el problema con sensatez y profundidad.
Encarcelar a un adolescente no lo reeduca y aunque se lo encierre en centros separados de los adultos, el entorno sigue siendo contraproducente para su reinserción. El circuito asistencial-penal y de encierro ha sido históricamente una escuela del delito, en lugar de un espacio de conducta y mejoramiento.
Además, hay algo que rara vez se menciona: la neurociencia y lo que nos permite entender al respecto. Las investigaciones en desarrollo cerebral son concluyentes, los niños de 12 o 13 años no comprenden del todo las consecuencias de sus actos ni los procedimientos judiciales a los que se los somete. Su corteza prefrontal aún se está formando. Es una etapa de maduración, no de criminalización. Por lo tanto, si no abordamos el problema poniendo todo el conocimiento, los recursos y las decisiones pertinentes vamos a seguir fallando, y volviendo a escuchar a los mismos “políticos tribuneros” en época electoral.
¿Significa esto que no hay que hacer nada frente a un menor que comete un delito grave? Por supuesto que no. Se deben tomar medidas, sí. Pero medidas que prioricen la protección de terceros sin caer en respuestas demagógicas. Comunidades terapéuticas cerradas, medidas socioeducativas firmes, acompañamiento psicológico y familiar intensivo: eso sí es prevención real.
Lamentablemente, el Estado no quiere invertir en niñez. Y la familia, muchas veces desbordada, rota o ausente, no quiere o no puede hacerlo sola. Pero entonces, ¿quién se hace cargo?
Portación de armas: un camino peligroso para enfrentar la inseguridad
La discusión sobre la edad de imputabilidad nos aleja del verdadero problema: la desprotección estructural. Y nos hace perder tiempo en atajos que solo sirven para titulares de diarios y slogans de campaña.
La seguridad se construye primero incluyendo, y luego castigando. Si de verdad queremos enfrentar el delito, debemos ser duros con sus causas. Porque un país que solamente castiga o abandona a sus chicos, no tiene futuro. Y un Estado que no se hace cargo de la infancia, es un Estado que después no tiene autoridad para exigir responsabilidades.
(*) Abogado y especialista en seguridad