Durante los últimos 28 años, la periodista Alicia Barrios estuvo siempre al lado de Jorge Bergoglio, su amigo, quien luego se convertiría en el Papa Francisco. En medio de uno de los momentos más tristes para el país, el mundo y para ella en particular, decidió recordarlo con alegría: como a un pastor comprometido, carismático y milagroso; como a un divertido compinche de innumerables aventuras en el camino de la fe; y, sobre todo, como a “un santo”.
Por Alicia Barrios (*)
Bergoglio no se va a quedar en el cielo sentado en una nube. Su espíritu inquieto, el alma misma, va a moverse sin pausa. Cumplió el sueño de su vida: su vocación de cura, algo que nunca dejó de ser, lo llevó a ser Papa y transformó la iglesia. Murió en su ley.
Él hizo hasta su último día, todo lo que quiso. Eligió cómo irse de la vida. No estaba bien desde la última semana de diciembre, cuando lo sorprendió una bronquitis rebelde. Convivía con ese cuadro desde que tenía 21 años. Los cambios de clima le producían febrícula. Lo superaba enseguida. El frío lo afectaba mucho.
Lo conocí hace 28 años, con esta dolencia y con una molestia en la rodilla. Usaba zapatos con plantillas alemanas. Caminábamos, codo a codo, en la procesión del Viernes Santo. Algunas veces el cielo estaba cubierto, encapotado de nubes y él me decía: “Estuve rezando para que no llueva”. No caía una gota. Creer o reventar.
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Él era un militante de la piedad popular. Se sumaba como uno más a esa columna interminable de fieles que partía desde la Plaza de los dos Congresos, hasta la Catedral Metropolitana. El sentido del humor era parte de su vida cotidiana. Todos le pedían bendiciones. A las señoras que se acercaban les preguntaba: “¿De dónde son las chicas?”. Ellas le contestaban: “Venimos de la Pampa, de la Legión de María”. Sonreía y soltaba: “Son guerrilleras, porque van con el Evangelio delante”.
Muchas personas lo llamaban “padre” para disculparse enseguida y decirle “cardenal”. Él repetía hasta el cansancio: “Está muy bien que me llamen padre, porque la palabra cardenal no figura en la Biblia”.
Dos mujeres muy sueltas le comentaban: “Usted es más buen mozo personalmente que en los noticieros”. Bergoglio les reveló una confidencia: “Por una promesa que le hice a la Virgen, desde 1990 no miro televisión”.
Otras más alborotadas querían sacarse fotos con él. Aceptaba y sentenciaba: “Pero después no se la den a una bruja para que le pinche los ojos”. Era tremendo.
La hermana Susana Aguilar, que lo seguía como una sombra, le pidió una foto con él y le recomendó al reportero gráfico: “Sáqueme linda”. Y Bergoglio, interrumpió con sus ocurrencias: “Ellos no pueden hacer milagros”.
Así caminábamos 4.500 pasos hasta la catedral. Lo veía tan infatigable bendiciendo a cada uno, que tuve una expresión que me la dictó el alma “¡cómo te gusta trabajar de cura!”. Me miró, sonriendo, arqueó las cejas y respondió: “Me encanta, es lo que más me gusta. Yo no nací para obispo”.
Bergoglio fue, es y donde quiera que esté va a seguir siendo el mismo. Una marca registrada. Desde siempre cantó tangos cuando se afeitaba. Su admiración por Ada Falcón, se mantuvo intacta. Un melómano irrecuperable. No le modificó nada el hábito de Papa. Siempre fue sagaz. Él mismo me lo dijo en la nunciatura de Río de Janeiro, en su primer viaje papal a Brasil. Estábamos disfrutando del encuentro tan relajados que le dije: “Jorge, no cambiaste nada”. Y él me contestó: “Un hombre a los 76 años no cambia mucho”.
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Recuerdo que ese viaje que nos divertimos tanto… Él siempre quería ver primero el “Papamóvil”. Lo desarmaba como los autitos de juguete: “No, no, ahí no me iba a subir… Pedí que sacaran todo y dejaran un techito por si llueve”. Así hacía. Por fin se fue habituando y se le pasó esa costumbre.
Otra vez en Naciones Unidas, tras su intervención lo aplaudieron de pie. Desde las primeras filas estábamos a los gritos: “¡Viva el Papa! ¡Padre Jorge!”. Él, por abajo del escritorio en el que estaba sentado, me saludaba y nos hacíamos gestos como un juego que repetíamos en las audiencias públicas. Solo nosotros entendíamos ese lenguaje gestual. Pero no nos habíamos dado cuenta de que nos estaban filmando de todos los medios americanos. Cuando nos enteramos nos reíamos a carcajadas.
Al retirarse un diplomático, de cuyo nombre no quiero acordarme, se acercó a saludarlo: “Lo felicito por todos los cambios radicales que está haciendo”. Él le extendió la mano, y mirándolo a los ojos le contestó: “Le agradezco sinceramente, pero acá radical, nada”.
En doce años viajé 45 veces a Roma, sin contar los vuelos papapales. Iba cargada como la hormiguita viajera. Las cartas de las Carmelitas descalzas de Constitución, la imagen del San José en sueños esculpida por ellas y hasta una torta galesa de cinco kilos que le hacía la hermana Nelly de la comunidad. Total dedicación. ¡Qué miedo tenía de pasar por la Aduana de Italia! Porque no se puede entrar con comida. Se acercó un policía y me invitó a salir de la fila. Flor de susto. Fue muy amable: me acompañó hasta la puerta, pensé que me iban a revisar. Pero me dijo: “Auguri al Papa”. De tanto ir y venir, ya me conocían.
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Las inolvidables misas en Santa Marta. Tan emotivas como milagrosas. Él solo frente al altar. Rezábamos todos juntos. Al final teníamos que permanecer sentados porque él se acomodaba a la altura de los bancos y rezaba concentrado con la cabeza entre las manos. La paz se apoderaba de cada uno de los presentes. Se sentía de verdad el estado de gracia.
Francisco tenía un carisma milagroso y una sanación innata. Acompañaba al pueblo de Dios. Me tocó estar presente en una audiencia pública en la que una pareja le comentó con lágrimas en los ojos que tenían cuatro hijos y que no podían casarse porque eran divorciados. Ahí nomás, los casó, en medio de miles de personas. Simplificaba.
Su devoción por San José y Santa Teresita lo acompañó siempre. Se animaba a pedirle a Teresita la prueba de las rosas blancas como señal de parte de ella. Siempre lo escuchaba. Nunca faltaba quien le diera o le acercara la promesa. Otilia Sainz, su secretaria histórica de la Catedral, cuando lo veía llegar con las flores decía: “Ya le estuvo rezando a Santa Teresita”.
Desde que nos conocimos me convertí en una periodista que peregrinaba a su lado dejando testimonio. Aprendí un mundo que no conocía. El de las periferias. Las villas, los pobres, las cárceles, los enfermos terminales, la trata. Esos lugares donde parece que Dios no mira, pero sí que ve. Bergoglio los caminaba. Consolaba, rezaba, acompañaba, contenía. Su compromiso social y sensibilidad popular no tenía límites. Era muy milagroso. Hacía un apostolado de la escucha, se ponía en los pies del otro. No perdí un amigo. Pienso en el regalo que me hizo Dios de haber estado tan cerquita de un hombre tan grande que va a ser santo.
(*) Corresponsal en la Sala Estampa del Vaticano y conductora del programa “Las Dos Orillas”, por Radio Colonia AM550.