Dick Cheney, figura central del poder republicano durante décadas y uno de los vicepresidentes más influyentes —y controvertidos— de la historia de Estados Unidos, murió a los 84 años. La familia confirmó que fue debido a complicaciones derivadas de una neumonía y de sus problemas cardíacos crónicos.
Cheney dejó una huella profunda en la política de Washington. Ejerció cargos clave: jefe de Gabinete de la Casa Blanca, congresista por Wyoming, secretario de Defensa y finalmente vicepresidente bajo George W. Bush. Durante aquellos años, especialmente después del 11 de septiembre de 2001, se consolidó como el motor de la estrategia antiterrorista estadounidense, defendiendo programas de vigilancia masiva, centros de detención extrajudiciales y técnicas de interrogatorio ampliadas.
Su rol en la invasión de Irak y la tesis de que el régimen de Saddam Hussein representaba una amenaza inminente marcaron su legado —y también su mayor polémica.
Pese a que su influencia dominó gran parte del primer mandato de Bush hijo, su poder se fue diluyendo con el tiempo, especialmente a medida que la guerra de Irak se deterioraba y los tribunales cuestionaban sus métodos. Aun así, mantuvo una férrea convicción en sus decisiones, incluso cuando la opinión pública y varios referentes republicanos comenzaron a tomar distancia. “Prefería tener razón antes que ser popular”, decían quienes lo conocían de cerca.
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En años recientes, Cheney sorprendió al distanciarse del rumbo del Partido Republicano bajo Donald Trump, una ruptura visible cuando su hija, Liz Cheney, se convirtió en una de las voces conservadoras más críticas del expresidente tras el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021.
En uno de sus mensajes más duros, el exvicepresidente llegó a señalar que Trump era “la mayor amenaza” para la república en los 246 años de historia del país. Ese quiebre lo llevó incluso a declarar que apoyaría a Kamala Harris en un eventual enfrentamiento con el magnate.
Sobreviviente de múltiples infartos y receptor de un trasplante de corazón, Cheney solía bromear con que vivía “con tiempo prestado”. Lo cierto es que, hasta el final, mantuvo un aura de hombre imperturbable, pragmático y silenciosamente implacable: para unos, el guardián firme en tiempos de crisis; para otros, el símbolo de un poder desmedido que moldeó la política exterior estadounidense con consecuencias aún vigentes. Le sobreviven su esposa, Lynne, y sus hijas Liz y Mary.